EL VESTUARIO
Para
alguno es solo ese lugar donde los jugadores se cambian antes o después de
terminar un partido. ¿Pero es realmente solo un habitáculo donde cambiarse de
ropa o asearse?
Si
los vestuarios pudiesen hablar seguro que contarían muchas historias. La
ventaja de empezar como yo empecé, entrenando al equipo de un colegio, y hace
ya tanto tiempo, es que el vestuario era el propio campo de juego. Las
jugadoras ya venían cambiadas de su casa. Las que necesitaban ponerse algo de
ropa, entraban en los servicios. No había charlas técnicas. No hacía falta
motivarlas. Lo único que había que decirles es que no fueran todas detrás del
balón. El grito que más se escuchaba en el campo era: “CADA UNA A LA SUYA”. Ganar o perder no importaba. Todas querían
jugar todos los minutos. Después de una derrota, estaban los padres en la
grada, orgullosos del partidazo que hizo su hija, por el mero hecho de que tocó
un balón el tiempo que estuvo en pista.
Al
finalizar el partido todas se abrazaban. Los padres te felicitaban, muchas
veces sin saber por qué. Los entrenamientos eran entrar a canasta por la
derecha, por la izquierda y partidillo. Enseñábamos las reglas de juego a unas
jugadoras que eran igual de grandes que el balón con el que jugaban.
¿Y sabéis qué?
Que veinticuatro años después mi último partido no distó mucho del primero. No
entré en el vestuario. No me preocupé si las jugadoras llegaron a tiempo o
tarde. No hubo charla técnica antes del partido. El resultado no me importó
durante los cuarenta minutos que duró el partido. Al acabar el mismo, algunos
padres me felicitaron sin que yo supiera el por qué.
Ese fue el día
en el que me di cuenta de que el vestuario ya no me quería. Que esas cuatro
paredes que tantas y tantas veces me habían visto preocupado, triste, alegre,
impasible, histérico, acelerado, templado, contento o dolorido, ya no me decían
nada. Recogí mis cosas y desde entonces me dedico a escribir en el blog de mi
amigo Carlos.